domingo, 31 de octubre de 2010

EL CINCUENTENARIO DE UN ÍDOLO CON PIES DE BARRO

           Existe un punto de inflexión en la vida en el que las zarandajas circundan de recuerdos ese vínculo indisoluble que convierte a la persona en personaje. El cincuentenario de Maradona contrapone la algarabía de aquellos acólitos de quien un dia fue considerado Dios junto a ese colectivo a los que la vida y obra del astro argentino desprende un juicio tan desconcertante como turbador.
          El excelso espectáculo que ofrecía aquel menudillo futbolista sobre los terrenos de juego los años 80 y 90 se transformaron en actitudes febriles, en comportamientos inefables fruto del despiste y desconcierto que procura la fama. Diego Armando Maradona no supo gestionar el bagaje de su singularidad y sapiencia futbolística y quebró el insigne historial de una pieza clave en la historia del balompié del siglo XX por esa debilidad para rechazar el envoltorio que sostiene el negocio del fútbol, modelar su ímpetu y excentricidades.
           Uno de los mejores futbolistas del universo tuvo una capacidad de autodestrucción mayor que la voluntad para erigirse en mito.
             Por eso la contradicción que me produce el personaje. Recuerdo con nostalgia aquella versatilidad expuesta en el Mundial 86 cuando aquel pibe que pasó por el Barcelona para erigirse en ídolo con el Nápoles abanderó la resurrección de un país en el famoso encuentro de cuartos de final entre Argentina e Italia. Recuerdo aquella entrada de Goicoechea (un personaje que luego he tenido el placer de conocer como persona entrañable) en un partido en el Camp Nou, el gol ante el Real Madrid en una final de Copa de la Liga.
          Son recuerdos de un futbolista que claudicó ante la voracidad del personaje creado a su alrededor. Alentado por su vulnerabilidad ante la adversidad y esos excesos que condenan a quien no dispone de la madurez para interponer la calidad personal a la singularidad del personaje su figura origina tantas filias como fobias.
               El escritor uruguayo Eduardo Galeano define perfectamente en su libro “EL FÚTBOL A SOL Y SOMBRA”, el precio que Dieguito hubo de pagar por ser el Rey:  estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de Dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. “Necesito que me necesiten”.
             Esta es la descripción exacta de un mito que no supo crecer. Es el retrato de un Peter Pan que no ha podido manejar a ese ”niño desvalido , perdido en una selva llena de periodistas, políticos y directivos de fútbol” como lo describe M. Vázquez Montalbán en su obra “FÚTBOL, UNA RELIGIÓN EN BUSCA DE DIOS”, donde lo entroniza como dios junto a Di Stefano, Pelé y Cruyff.
           Los coetáneos al ex seleccionador argentino que conocimos su genio pero también la degradación de su persona, razonar con una prosa inteligible la confluencia de sensaciones no resulta fácil. Y nos enfada, a mí me enfada, que un caudal futbolístico que convertía en arte su imagen con un balón en los pies no haya podido ser rentabilizado con una personalidad ejemplarizante para generaciones de jóvenes amantes del fútbol.
            Sin embargo, con 50 años y con un sinfín de argumentos que utilizar como estribo para abocar a las cloacas al personaje Maradona, prefiero hoy quedarme con el futbolista y con esa alegoría a quien elevaba el detalle con el balón en los pies a categoría de excepcional, a pesar de la injerencia que una vida sombría y despreciativa ha envilecido para siempre a una de las estrellas más luminosas del firmamento futbolístico.  
           Maradona será siempre el rey del Mundial de México, el Dios del fútbol en Argentina pero su misión es desdeñar el ritmo de vida que aceptó. Sólo si esto lo realiza con desdén desdibujará esas secuencias  erráticas de barbarie moral que, en ocasiones, minimizan su maestría como dios del fútbol.  

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