miércoles, 6 de febrero de 2013

MI ROMANCE CON EL GUGGENHEIM

   
               Maria Moliner define el arte como la “actividad humana dedicada a la creación de cosas bellas”.  Pero, tanto los gustos como las sensaciones, son subjetivos y, por tanto, lo que para uno parece bello, para otro puede resultar simplemente poco atractivo.
 
      Sin embargo, puesto que Maria Moliner nos permite considerar la emoción como pilar fundamental para designar algo como arte, no me deja ninguna duda personal sobre la excelente “obra de arte” que supone el Museo Guggenheim de Bilbao. 
               Si nos ceñimos a las sensaciones para definir, no hay duda de que la predisposición emocional determina la percepción que puedes tener de las cosas. El talante con el que te enfrentas a una manifestación artística condiciona el momento de contemplar la obra. 
           Tal vez por eso, ha sido a la tercera cuando he caído rendidamente enamorada de un espacio donde la enajenación permite acercarte al concepto de felicidad. Si ésta es la sensación de contemplar cómo el tiempo para y sólo es real lo perceptible por los sentidos, sin duda, en el Guggenheim yo tuve un encuentro verdadero con la felicidad.
 
Y eso que nuestro romance se ha forjado muy lentamente.

             En nuestro primer contacto servidora no cayó seducida por el  museo bilbaíno. La  primera impresión fue la de estar contemplando un edificio imponente; pero aquí, una amante de los símbolos, veía mucho titanio apelmazado y una descomunal construcción de siglo XXI que andaba incrustada en una urbe cuya imagen tenía predeterminada por el Bilbao de Unamuno y el recuerdo de la ciudad modernista descrita en la novela El Intruso de mi paisano Vicente Blasco Ibáñez.

           Años después, en nuestro segundo encuentro, el edificio inició en firme su proceso de seducción. Y yo comencé a sucumbir a sus encantos. Ya me parecía algo más que un armatoste. El entorno había agudizado su atractivo y la sensación de contemplar algo majestuoso iba tomando cabida en mis emociones.  
            Cruzar al otro lado de la ría para ampliar su perspectiva fue un factor muy positivo para que el Guggenheim ascendiera en el escalafón de mi galería de emociones. El reflejo del agua, la gama de colores que ofrecía la luz solar sobre las láminas de titanio, las escalinatas y el hechizo del aspecto curvilíneo de su figura le hacía ganar puntos. 
        Aquel verano, comencé a identificar el museo como el icono de una ciudad que también superaba los parámetros simbólicos de urbe modernista de siglo XX. Bilbao ya no me parecía sólo una ciudad industrial, su color gris también se había esfumado.  
         Con todo ello, el Guggenheim comenzaba a disponer de cierta ventaja en este romance. Y así, como era previsible, en nuestro tercer encuentro sucumbí por entero a sus encantos. 

         Pero ha sido un bonito perecer.
 
         Primero nos observamos desde el exterior, aunque la idea de adentrarme en sus rincones era definitiva. El pensamiento estaba sólo centrado en nuestro encuentro, a quilómetros de mi cotidianeidad y enajenada de preocupaciones, inquietudes y anhelos. Ahí estábamos de nuevo intentando marcar las normas que habrían de conformar nuestro vínculo “for ever”.  Hasta el ruido era impercetible, ya nada se entrometía entre nosotros y así me adentré en el edificio.
          El vestíbulo y el Atrio ofrecían una nueva perspectiva. El diseño espaciado  y las cortinas de vidrio abrían la sensación de libertad.
            Pero como el oído supone también un buen elemento para la seducción, me decidí por utilizar el audio guía en mi visita. La voz de Frank Gehry diseccionando su obra encandilaba más la observación de los detalles. 
            Fueron tres horas de aislamiento mundano. Ahí nos encontrábamos, el ARTE y yo, una inculta en esta disciplina que observaba, escuchaba y… sentía. Tal vez no entendía el significado de las exposiciones de arte “perfomance” ni de las figuras escultóricas de colección, todo era superado por el magnetismo del edificio. Ni una sala quedó fuera de mi paseo, pero mi resistencia ya era nula y disfrutaba de la soledad del individuo.
         Porque tal vez hay momentos que has de vivir en soledad para descubrir la felicidad del ser humano. Quizás hay que vivir un instante para comprobar que a veces no hace falta ni nada ni nadie para convertir en sublime un momento, parar el tiempo y someterte únicamente a lo que te entregan tus sentidos…Y eso me lo ofreció el Guggenheim.
         Ahora, aunque tardemos en encontrarnos será difícil alterar nuestros sentimientos porque caer hechizada por el ARTE es una experiencia formidable.

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