jueves, 6 de junio de 2013

AGUR SAN MAMES


      
Nuestro presente será el ayer del mañana. El inexorable paso del tiempo convertirá nuestras vivencias en historia y nuestras experiencias en recuerdos. Los hechos quedarán reflejados muy explícitamente pero…¿y los sentimientos experimentados?. Esos se acomodarán solo en nuestra memoria para dar pellizcos en el corazón de cuando en cuando. Y nos enfadaremos con ellos porque no sabremos trasladar todo lo sentido y porque no existirán las palabras que los definan.

       La casualidad a veces nos lleva a vivir momentos que son de esos que quedarán reflejados en los libros de historia. Y es esa misma coyuntura novedosa la que te conduce a experimentar situaciones que sorprenden a nuestros propios sentidos  dejando aturdidas nuestras personales emociones.

       Siempre resulta difícil, por mucho trabajo sensorial que se elabore, identificarse con culturas, costumbres, arraigos y tradiciones ajenas a nuestro entorno más próximo geográficamente.

       Sin embargo, ante determinadas muestras de pálpito, sensibilidad y sentimiento resulta imposible no sucumbir.

        Para alguien que nació y quiere que cuando “venga a buscarle la parca, su cuerpo quede cerca del mar”...porque sólo sabe vivir en el Mediterráneo, toparse con una amalgama emocional en su propio ser a los pies del Cantábrico supone una sorpresa.



        Como ese enorme asombro que ayer personalmente me encontré, viviendo en las entrañas del estadio San Mamés su colofón como recinto deportivo. Era su adiós, el cierre a cien años de vida. El hecho disponía de la carga simbólica lo suficientemente atractiva para que alguien, que adora el simbolismo como yo, intentará entender el significado de esa despedida a un vetusto estadio que, todo y el pesar de los que demonizan el fútbol, supone el rincón más verdadero de pasiones que el aficionado al deporte puede experimentar.

        Y sí, allí había mucha emoción, pero también mucha tradición de todo un pueblo que venera los símbolos como lema de vida. Porque símbolo es acudir a un campo de fútbol “obligadamente” ataviado con los colores del equipo que allí juega, símbolo es llamar a ese recinto “La Catedral” y simbolismo es el sonido de las gargantas al lanzar al viento el “alirón”.

       Toda esa efervescencia emocional tantas veces escuchada y alguna imaginada, se convirtió de repente en la realidad en la que me encontraba inmiscuida, y el vello de la piel se erizaba y el escalofrío subia desde la boca del estomago hasta la misma garganta como a mis vecinos de localidad. A la derecha una adolescente perfectamente ataviada con la camiseta del Athletic, a la izquierda un veterano socio que no dejó de cantar durante el descanso del encuentro las canciones populares vascas que desde el otro extremo del estadio la Banda Municipal tocaba.

        Eran dos generaciones, eran cien años de vida, era…sí, solo era, un estadio; pero había tanto éxtasis emocional que mi afecto por esta tierra y este club, desconocidos en mi catálogo sentimental, de repente nació y se desbordó.

        Quienes anoche vivieron el cierre de San Mamés seguro que han vivido momentos de angustia, desasosiego, pasión y entusiasmo con euforia y con lágrimas de tristeza, pero ayer las lágrimas no eran por ninguna de estas emociones.

       Lo de ayer era la emoción del recuerdo por los que han labrado en ese estadio la historia de una entidad, por los goles, los triunfos, los  fracasos, las alegrías e incluso las euforias. Pero para alguien ajena a esa cotidianeidad, el adiós a San Mamés  fue la exaltación de una forma de ser y de sentir y sí, tal vez no dispongo de los conocimientos para absorber la personalidad del pueblo de Bizkaia pero sinceramente, mi respeto y mi admiración quedará por siempre reflejada porque, en este mundo donde el materialismo nos condena, ensalzar y vivir desde la pasión los símbolos asegura la riqueza a quien así siente. Y la familia del  Athletic Club así siente.

Agur San Mamés.

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