jueves, 3 de octubre de 2013

LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS DE LA ABUELA JULIA

    
     El paso del tiempo es inexorable y tan acelerado que no nos permite casi nada. Y así pasa también la vida, como una sucesión rápida de  momentos en los que parece imposible experimentar el valor de lo único importante: vivir.
     El ritmo que nuestra civilización ha impregnado a este cambalache de mundo moderno que nos acoge, impide apreciar instantes, detalles o el regalo de una buena compañía, sin parar en que son oportunidades de placer que se escurren entre los dedos sin adquirir la conciencia de su singularidad y de lo efímero de su presente.  
     Sin embargo, hay personas que tienen la suerte de llegar a ese estado en el que solo es importante disponer del aire para respirar cada mañana, tener la lucidez que permite sentir en nobleza y actuar solo bajo el dictado de la bondad que ofrece el paso de los años al corazón. Son seres que han conseguido el regalo de poder VIVIR  en libertad, sin necesidad de domesticar emociones ni moderar sentimientos y que sobre todo, han aprendido a apreciar la calidad de un beso, el valor de un abrazo o el privilegio de contemplar el azul de cada amanecer desde una atalaya rebosante de paz.
     Esa privilegiada perspectiva solo se acuna en la ancianidad más profunda y se acentúa cuando se llega a la siempre cifra mitificada de los cien años. Compartir un rato de charla con una persona que cumple esa edad otorga una placidez que impregna el espíritu, el alma o ese ser interior al que muy pocas veces se le presta atención…

      El recién cerrado mes de septiembre cumplía cien años Juliana Serrano Risueño. Nacida el 22 de septiembre de 1913 en Iniesta (provincia de Cuenca donde próximamente recibirá un homenaje), la abuela Julia ha sufrido los avatares del convulso siglo XX con conflicto bélico civil incluido y sus posteriores años de miseria. Ha vivido el desarraigo de emigrar a otra ciudad, que ahora ya considera suya, cuando una enfermedad cegó para siempre la visión a uno de sus hijos. Y  ha padecido el dolor de decir adiós a pilares de esa familia que formó con Francisco y que hoy sigue creciendo tras dos hijos, once nietos y el nacimiento de seis biznietos.
       Viuda con poco más de cincuenta años, Julia ha aprendido a mitigar el dolor de las ausencias para poder disfrutar en plenitud de la presencia de algunos de sus descendientes, principalmente de esa cuarta generación que representan esos seis biznietos que contemplan la ancianidad de la iaia Julia con esa ternura y devoción que solo ofrecen los ojos de la vejez y la infancia.
       Su voz continua potente, su salud no está resquebrajada, su cansancio no le permite coser como antaño, pero sigue disfrutando con una buena copla. Su memoria le concede el lujo de evocar el pasado con nitidez y recuperar los sentimientos de lo vivido, sin que las huellas del ayer le impidan otear el presente con gratitud y el futuro con serenidad.
     Si es cierto como cantó Carlos Gardel que “es un soplo la vida y veinte años no es nada”, cumplir cien años y seguir bebiendo la vida a sorbos es apreciar que, aunque efímero, el tránsito por este mundo es una oportunidad que se debe disfrutar. Una existencia que se ha de aprovechar.
      Porque a veces,  el “soplo” que es la vida, se puede convertir en  brisa y  ser un regalo para el alma que la disfruta desde el mirador de la experiencia y desde una ancianidad rebosada de ese amor que siente y transmite cada minuto a los que rodean  Juliana, la abuela Julia.

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