Nunca
pretendí escribir para nadie, aunque he de reconocer que, desde que creo
recordar, siempre escribí para alguien, un alguien que era solo yo. Todo iba
dirigido a ese uno mismo que siempre nos acompaña, que a veces llora y ríe de
forma inconsciente, ese duende que se rebela, ama y piensa cuándo, cómo y a
quien le viene en gana dejando la mayoría de ocasiones nula capacidad de poder
domesticarlo.
Ése
que se enfrenta y crea fantasmas a su antojo. Ese alguien a quien en momentos
de cordura llegas a despreciar ante la incapacidad de engañarlo. A ése nunca me
costó escribirle. Todo lo contrario, era casi obligado sentarte ante él para
compartir estúpidos miedos, mostrar la cartera vacía cuando el precio pagado
dejaba la despensa vacía de fuerzas y llena de solo de recuerdos o cuando solo pretendías encontrar cobijo o
compartir angustias, alegrías, llantos o carcajadas.
Durante
años y años fue ese “alguien” mi mejor amigo. Solo ante él (o ella) mostraba eso
que como individuo jamás puedes enseñar del todo, bien porque la sinceridad
tiene un alto precio en esta sociedad, bien porque el pudor lleva a todo el
mundo a ser solo real en soledad. Sí, no importa que compartas todo con tu
familia, amigos o pareja, siempre hay una imagen, un sueño, un sentimiento, una
frustración, o un hecho que solo
compartes con tu otro yo, tu “duende”.
Recuerdo
una época (¡¡¡uf, hace ya tanto!!!) que encontré un recurso que me llevo a
distanciarme de mi duende.
Eran
los primeros años del apogeo de internet y proliferaban los nuevos medios
digitales, uno de esos entrañables compañeros de viaje que en un momento dado
te acogen bajo un manto paternalista en el momento de enfrentarte a la vorágine
de la vida adulta iniciaba un proyecto en la red y me ofreció la posibilidad de
escribir de forma periódica una columna. Era la época de apogeo de la serie
Sexo en Nueva York y yo, que me confieso enganchadísima a la serie en ese
momento, adopté (salvando todas las
distancias) la imagen de una Carrie Bradshaw a la española.