Tras
superar “las Navidades de la recuperación”, escuchar que “la crisis es cosa del
pasado” y estar ya de lleno en “el año del despegue” (argumentos expresados
pública y reiteradamente por el gobierno), representa una buena dosis de la
verdadera realidad acercarse a las oficinas del INEM en cualquier ciudad.
Hay
silencio, abatimiento, ira, rabia, pero sobretodo hay impotencia. Las colas han dejado de estar pobladas por jóvenes
universitarios esperando ilusionados una oportunidad y han pasado a ser
protagonizadas por gente de mediana edad, con familias a su cargo, con
desaliento en su rostro, pero también
con gesto de enfado y rabia.
Personas
que, superados los 40, sienten como única salida la necesidad de reciclarse
laboralmente. Gente que vive entre el desasosiego por la necesidad de percibir
ingresos y la ineficacia del sistema para ofrecerle vías para lograrlo. Individuos
preparados, alguno de ellos incluso sobradamente preparados, que comparte
espacio con jóvenes ilusionados que esperan una oportunidad para convertirse en
ciudadanos “activos”, algo que a los maduros desempleados se les niega después
de años de aportación al sistema.
Las
conversaciones en estas oficinas públicas (e igualmente en las empresas
privadas de búsqueda de empleo) muestran el decaimiento inevitable de quien
anda desesperadamente al encuentro de un trabajo. Son miles, cientos de miles
de realidades. Algunos hay que se ciñen a esta búsqueda acumulando cursos para
ocuparse y evitar la dosis insana de guionizar en su cabeza películas dramáticas
de impotencia y desesperación, otros comparten el subsidio con trabajos por
horas que no les aumentan los ingresos, pero sí les ofrece la oportunidad de,
al menos unas horas, sentirse útiles. Y
los hay que van a despedirse porque han conseguido un ¡increíble! trabajo de
dos horas al día, de un día a la semana o de 3 meses de prueba.