viernes, 14 de octubre de 2016

EL ETERNO PACIENTE

Si (como no existe ninguna duda) lo mejor para disfrutar de la aventura de vivir es tener salud, aunque parezca una perogrullada, carecer de ella es una de las peores angustias que ofrece la vida.
Pero muy, muy cercano a ese desasosiego es disponer (casi cíclicamente) de alguna “tara” de salud que, sin ser de riesgo vital, merma, sobre todo moralmente, las condiciones de vida que, inefablemente creamos. Aún a sabiendas que, muchas veces, son los propios  pensamientos los que provocan los mayores efectos autodañinos.
Son pasajes enfermizos que, en ocasiones se van como vienen, pero que, en otros momentos dejan huella en forma de ese tipo de cicatrices que, lejos de quedar en la superficie, te pellizcan el alma eternamente. Aceptar que tu cuerpo adopta un ritmo independiente a tu programación mental, es tener la suerte de vivir largos periodos de salud, pero también otros de permanente incertidumbre.

Si es cierto que la mente programa al cuerpo, ¿por qué éste se rebela de forma inesperada envidioso de no ser el capataz que marque tu biorritmo?.
No es fácil adquirir como rutina la visita a especialistas de la medicina, hoy por esto, ayer por lo otro y más allá por un “por si acaso”.
No es necesario que la parca se empeñe en coquetear contigo para generar angustia y valorar el hoy y el ahora. A veces, envía aliados que no tienen fuerza para aproximarte a ella, pero sí condicionan la posibilidad de disfrutar plenamente de eso, tan maravilloso que es la vida.

Cuando sientes que has encontrado un sendero plácido, pero las cuevas y túneles surgen improvisados mientras pareces caminar en equilibrio continuamente, el tiempo pasa a ser relativo, los planes cortos y el miedo angustioso.
Por mucho que intentes relativizar preocupaciones, minimizar problemas, trivializar coyunturas y agarrarte con fuerza a esas pequeñas cosas, gestos o detalles que, en realidad, son las grandes cosas de la vida (un amanecer a orilla del mar, un abrazo de un amigo,  una sonrisa en forma de palabra, un teléfono que suena, un paseo entre montañas, un buen libro, el ruido del mar, un recuerdo, el beso de un niño, un instante de soledad o una comida en familia), es, sin duda, la necesidad de llegar a la zona de confort espiritual, la búsqueda más preciada.
No es un rastreo fácil, siempre está el regalo que es el amor fraternal, el vínculo con hermanos, una esposa omnipresente, un marido enamorado, unos hijos, tíos, sobrinos. Pero, también son frecuentes las ausencias.  Pierdes muchas compañías en una travesía durante los momentos de marejada. Unos marchan espantados de tu lado, otros rehúyen el esfuerzo  de superar las murallas que, muchos días, incluso irracionalmente, tu construyes altas, altas, muy altas...
Aunque también están los que te envuelven en un abrazo y te regalan una sonrisa, una mirada para mostrarte que sí, ellos están dispuestos a saltar todas las barreras sin importarles tus silencios ni la profundidad de las cuevas en las que te sumerjas.
Y están los que aparecen en la resaca de algunos de esos tsunamis y,  sin pretenderlo, se convierten en muleta, a veces, sin entender tus coyunturas, otras sin importarles disponer del guión de tu historia, y en algunos casos sin querer y, a pesar de..
Cohabitar con una enfermedad “rara” o un “no diágnostico” sin gravedad no debería ser difícil pero no es  sencillo.
Sin embargo, aceptar que ”cuando no es un pito, es una flauta” no convierte la travesía vital fácil y son muchos los seres especialistas en somatizar las angustias irracionales de este siglo XXI cambalachero para convertirse en eternos pacientes.
Pero a veces, hay un punto de inflexión que no va a cambiar aparentemente nada y, sin embargo, altera todo.
Identificar reflejadas tus emociones, sentimientos, llantos y alegrías en otro ser  es contemplar en un diáfano espejo tu alma, tu espíritu…, tu yo. Ese donde anidan las heridas, se extrema la sensibilidad y abre los quereres, tu interior, el y lo único que siempre va contigo.
El resultado puede ser una risotada burlona, un mar de llanto y hasta un ataque de ansiedad pero el broche es un aplauso a la vida. Un agradecimiento por la invitación al regalo que es saber que, las personas son únicas, las emociones singulares, el dolor exclusivo pero el amor a la vida, la fuerza de un abrazo y la positividad puede compartirse para ayudarte a superar temores, cerrar capítulos del libro de vivencias y abrir, no solo los ojos, también el alma desde las entrañas, a la vida.
Gracias Doctor Carlos Leal porque, quizás fue la coyuntura, el entorno, las circunstancias o esa casualidad que es el destino no casual, su “Detrás del bisturí” es el regalo más hermoso que en éste, mi presente del aquí y ahora, ha equilibrado mi balanceo.
Allá donde estemos, “su voz, mi guía. Mi casa, su casa”.

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