Si (como no existe ninguna duda) lo mejor para disfrutar de
la aventura de vivir es tener salud, aunque parezca una perogrullada, carecer
de ella es una de las peores angustias que
ofrece la vida.
Pero muy, muy cercano a ese desasosiego es disponer (casi
cíclicamente) de alguna “tara” de salud que, sin ser de riesgo vital, merma,
sobre todo moralmente, las condiciones de vida que, inefablemente creamos. Aún
a sabiendas que, muchas veces, son los propios pensamientos los que provocan los
mayores efectos autodañinos.
Son pasajes enfermizos que, en ocasiones se van como vienen,
pero que, en otros momentos dejan huella en forma de ese tipo de cicatrices
que, lejos de quedar en la superficie, te pellizcan el alma eternamente.
Aceptar que tu cuerpo adopta un ritmo independiente a tu programación mental,
es tener la suerte de vivir largos periodos de salud, pero también otros de
permanente incertidumbre.
Si es cierto que la mente programa al cuerpo, ¿por qué éste
se rebela de forma inesperada envidioso de no ser el capataz que marque tu
biorritmo?.
No es fácil adquirir como rutina la visita a especialistas
de la medicina, hoy por esto, ayer por lo otro y más allá por un “por si
acaso”.
No es necesario que la parca se empeñe en coquetear contigo
para generar angustia y valorar el hoy y el ahora. A veces, envía aliados que
no tienen fuerza para aproximarte a ella, pero sí condicionan la posibilidad de
disfrutar plenamente de eso, tan maravilloso que es la vida.
Cuando sientes que has encontrado un sendero plácido, pero
las cuevas y túneles surgen improvisados mientras pareces caminar en equilibrio
continuamente, el tiempo pasa a ser relativo, los planes cortos y el miedo
angustioso.
Por mucho que intentes relativizar preocupaciones, minimizar
problemas, trivializar coyunturas y agarrarte con fuerza a esas pequeñas cosas,
gestos o detalles que, en realidad, son las grandes cosas de la vida (un amanecer
a orilla del mar, un abrazo de un amigo, una sonrisa en forma de palabra, un teléfono
que suena, un paseo entre montañas, un buen libro, el ruido del mar, un recuerdo,
el beso de un niño, un instante de soledad o una comida en familia), es, sin
duda, la necesidad de llegar a la zona de confort espiritual, la búsqueda más
preciada.
No es un rastreo fácil, siempre está el regalo que es el
amor fraternal, el vínculo con hermanos, una esposa omnipresente, un marido
enamorado, unos hijos, tíos, sobrinos. Pero, también son frecuentes las
ausencias. Pierdes muchas compañías en una travesía durante los momentos de
marejada. Unos marchan espantados de tu lado, otros rehúyen el esfuerzo de superar las murallas que, muchos días,
incluso irracionalmente, tu construyes altas, altas, muy altas...
Aunque también están los que te envuelven en un abrazo y te
regalan una sonrisa, una mirada para mostrarte que sí, ellos están dispuestos a
saltar todas las barreras sin importarles tus silencios ni la profundidad de las
cuevas en las que te sumerjas.
Y están los que aparecen en la resaca de algunos de esos
tsunamis y, sin pretenderlo, se convierten
en muleta, a veces, sin entender tus coyunturas, otras sin importarles disponer
del guión de tu historia, y en algunos casos sin querer y, a pesar de..
Cohabitar con una enfermedad “rara” o un “no diágnostico” sin
gravedad no debería ser difícil pero no es sencillo.
Sin embargo, aceptar que ”cuando no es un pito, es una
flauta” no convierte la travesía vital fácil y son muchos los seres especialistas
en somatizar las angustias irracionales de este siglo XXI cambalachero para convertirse en eternos pacientes.
Pero a veces, hay un punto de inflexión que no va a cambiar
aparentemente nada y, sin embargo, altera todo.
Identificar reflejadas tus emociones, sentimientos, llantos y
alegrías en otro ser es contemplar en un
diáfano espejo tu alma, tu espíritu…, tu yo. Ese donde anidan las heridas, se
extrema la sensibilidad y abre los quereres, tu interior, el y lo único que siempre
va contigo.
El resultado puede ser una risotada burlona, un mar de
llanto y hasta un ataque de ansiedad pero el broche es un aplauso a la vida. Un
agradecimiento por la invitación al regalo que es saber que, las personas son
únicas, las emociones singulares, el dolor exclusivo pero el amor a la vida, la
fuerza de un abrazo y la positividad puede compartirse para ayudarte a superar
temores, cerrar capítulos del libro de vivencias y abrir, no solo los ojos,
también el alma desde las entrañas, a la vida.
Gracias Doctor Carlos Leal porque, quizás fue la coyuntura,
el entorno, las circunstancias o esa casualidad que es el destino no casual, su
“Detrás del bisturí” es el regalo más hermoso que en éste, mi presente del aquí
y ahora, ha equilibrado mi balanceo.
Allá donde estemos, “su voz, mi guía. Mi casa, su casa”.